viernes, 29 de agosto de 2014
La caída
Es muy difícil hablar de los sentimientos que me asaltaron aquella noche. Nunca fui realmente consciente, hasta justo el momento en que vi tu cara de sorpresa, de que lo nuestro se había roto de una manera tan cruel como lo hizo.
Desde que descubrí aquel mensaje, pasé una tarde muy extraña: desde imaginarme que quien te escribía era algún familiar, hasta pensar que me ibas a echar una buena bronca por pensar que me podías estar engañando con otra persona. Sinceramente esperaba pasar un mal rato aguantando tu enfado, llamándome loco, imbécil o algo parecido.
Por eso noté una pequeña explosión al ver tu rostro desencajado, sorprendido, al enseñarte lo que había descubierto. En ese momento sólo podía pensar que todo tenía que ser una broma, que alguien que llevaba tanto tiempo a mi lado no me podía haber hecho aquello de forma consciente. Y me quedé aún más sorprendido cuando lo admitiste con la mirada perdida, sin ningún llanto, pero con dolor en tu voz.
Mi cabeza en aquel momento se colapsó de imágenes, de momentos vividos en los últimos meses cuando te ibas de casa a realizar múltiples actividades con amigos. Mi puzzle encajó todas las piezas de golpe: días, horas, actitudes por tu parte... e incluso el nombre de la persona.
Quizás lo que más te chocase fuera escuchar de mi boca el nombre de él. Creo que pensabas que no me había dado cuenta, que vivía en la inopia completa; pero la realidad es que te avisé acerca de él, de que tu comportamiento no me parecía muy normal, y de que no me gustaba un pelo la actitud de éste cuando estábamos juntos. Tú, por tu parte, me decías que era un buen chico, pero que yo no estaba haciendo bien las cosas con él, que el quería ser nuestro amigo...
Siempre he calado bien a las personas. Es algo de lo que me precio. Siempre he sabido diferenciar a alguien de fiar de alguien que no merece la pena mantener a tu lado (salvo tu caso, claro está). Y él no fue una excepción: persona conocidilla en su ambiente, con problemas laborales y personales, pareja estable e hijos. Él estaba más que dispuesto a dar el paso final, pero tú insistías en decirme que no había más que una relación amistosa, que sólo hablabais, y que él se desahogaba contigo como lo haría con cualquier amigo o psicólogo.
Aquella noche, también me reconociste que sentías algo por él, que me querías mucho pero que la emoción la ponía otra persona que no era yo. Y al instante recordé la conversación que mantuvimos tres meses antes, donde te ofrecí con mucho dolor terminar con nuestro sueño, y donde insististe hasta la saciedad en pedirme tiempo para aclararte. Podíamos haber terminado dignamente, cielo; podíamos habernos despedido como buenos amigos, y hubieras tenido la libertad para irte con quien hubieras querido, pero te entró el pánico a perderme, y yo tampoco tuve valor (porque te quería, y porque a día de hoy aún te quiero) para dejarte ir.
La noche fue durísima. Pasé una 'noche toledana' inolvidable, donde los minutos se convirtieron en horas, y donde en ningún momento dejó de dolerme el corazón. Tampoco sé por qué no me fui inmediatamente de allí; por qué me quedé en el sofá quieto, melancólico, sollozante. Fue casi más duro el momento en que coincidimos en el desayuno, cuando tú te marchaste al trabajo y yo recogí algo de ropa. Creo que me va a costar mucho olvidar todo esto.
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